ENTREVISTA: CLAUDIA PIÑEIRO / LA ESCRITORA QUE HABLA

T/ Solange Levinton F/ Agustina Fernandez

En 2018 la vimos mucho por tv, no solo hablando de sus libros (best sellersvarias veces adaptados al cine) sino más bien comprometida con temas candentes de la realidad de la Argentina. Dio el discurso inaugural de la Feria del libro y fue una de las expositoras en la última jornada de debate en el plenario de comisiones del Senado en torno al proyecto de legalización del aborto. Hablar -decir públicamente lo que pensaba sobre un tema controvertido- le valió ataques cotidianos a través de redes sociales y hasta una campaña para intentar impedir que realizara una entrevista al escritor cubano Leonardo Padura. Sin embargo, ella tiene algo muy claro: “si en los temas que te convocan no opinás, también estás opinando”. 



Es un martes de noviembre y la escritora Claudia Piñeiro está en el living de su casa, un luminoso piso 12 frente al Jardín Botánico. Con el teléfono imantado al oído, sentada en un sillón blanco de tres cuerpos, ultima detalles de futuras reuniones que simultáneamente anota en su agenda porque si no “con tanta cosa” se olvida.
Recién hace dos semanas presentó Quién no, su 14° libro -el primero de cuentos- y desde entonces su vida es un tetris vertiginoso. Hoy, por ejemplo, que comenzó a las 7.30 de la mañana con el llamado de alguien que fingía ser su hijo y decía estar secuestrado; siguió con una entrevista en su casa para un canal de televisión ruso, que derivó en un camarógrafo rescatando a su empleada doméstica, encerrada en el ascensor. Son recién las 3 de la tarde y después de la entrevista con Gata Floratendrá que teletransportarse hasta la Municipalidad de San Martín, donde presentará un ciclo de cine y literatura que empieza con la proyección de Betibú, la adaptación a la novela policial que editó en 2012.
Es difícil oír aquel derrotero y no pensar en el discurso inaugural que dio en la última Feria Internacional del Libro, en el que despojó de todo romanticismo el oficio y exigió, vestida con un piloto color verde aborto, condiciones de contratación dignas, mayor presencia estatal en el sector, una Ley del Libro y una jubilación específica de la tarea.
 
Los escritores somos parte de la industria editorial. Reivindico el ejercicio de la literatura como trabajo y nosotros como trabajadores de la palabra. Somos trabajadores dentro de una industria, pero a veces ni nosotros mismos tenemos conciencia de ese status. La confusión puede deberse a que trabajamos haciendo lo que más nos importa en la vida: escribir”.
 
No fue el único discurso audaz que Claudia Piñeiro daría este año.Unos días antes, en el debate por la Interrupción Voluntaria del Embarazo en Diputados, su nombre apareció en los titulares cuando dijo: “Ustedes, los que voten en contra, van a tener que mirar el día de mañana a una nieta y decirle que votaron para que una mujer tenga dentro de su cuerpo un embrión y los ojos de esa niña les van a transmitir el horror”.
Y volvió a ser noticia al ratificar su postura en el Senado: “Si ustedes me dicen que no pueden votar porque el cura los reta, tienen que dedicarse a otra cosa”.
Hablar -decir públicamente lo que pensaba sobre un tema controvertido- le valió ataques cotidianos a través de redes sociales y hasta una campaña para intentar impedir que realizara una entrevista pública al escritor cubano Leonardo Padura para Fundación Osde. 
 
¿En ningún momento dudaste? 
Soy corajuda, si me piden algo no lo dudo. Después, que tenga miedo, llore o no llore, antes o después, es otra cosa. Dudar no dudo: sé lo que tengo que hacer y lo hago. 
 
¿Lloraste?
No me acuerdo haber llorado en esa causa en particular. Pero sí fue de mucha intensidad, de una exposición terrible porque además hay mucha gente que te escribe porque se siente identificada y otra que te agrede. 
 
¿Valió la pena el riesgo? 
Estaba reflexionando sobre eso en el discurso de la Feria del Libro, sobre el rol del escritor en la sociedad y de lo que podemos llamar “el intelectual”, ¿tiene que opinar o no sobre lo que sucede? Me parece que no hay una respuesta única. No creo que todos los escritores tengan que opinar si no quieren, pero yo tenía claro que si en los temas que te convocan no opinás, también estás opinando: si no decís nada sobre la ley del aborto estás diciendo algo. 
 
En el discurso de apertura de la Feria del Libro te preguntabas qué se espera de un escritor, ¿todo lo que pasó este año fue una forma de respuesta? 
Una vez que empecé a decir lo que pensaba, que fui a Diputados, se hizo como una bola de nieve; me empezaron a preguntar de todos lados y tuve que aceptar que debía asumir un rol relacionado a que soy una persona pública, conocida y que a lo mejor hay otras mujeres que pueden decir lo mismo o mejor, o cosas más interesantes que yo, pero que no son convocadas y que si yo no voy, ese espacio se pierde. 
 
Todavía es primavera y desde el ventanal del living, el Jardín Botánico parece un tapiz salvaje en distintas tonalidades de verde. Sentada en el sillón -camisa blanca, pantalón oscuro, ojos cristalinos, luz del sol- Claudia Piñeiro habla con una calma ordenada.
Dice que fue casualidad que este año, justo este año, viera la luz Quién no, su primer libro de relatos cortos, donde enhebró historias que hablan sobre ponerse en el lugar del otro. 
 
¿Dónde estaban todos estos cuentos? 
Son de los últimos 15 años. El haber ido a un taller con Guillermo Saccomanno tanto tiempo hizo que escribiera muchos y después, más adelante, El País,Página/12, algún diario alemán o distintas publicaciones me pedían cosas que escribía especialmente para la ocasión. También hay cuentos, como el de terror (Alquiler temporario) que lo hice para una antología con otros autores. 
 
¿El criterio de selección fue tuyo? 
En la editorial me venían pidiendo compilar cuentos y a mí no me gustaba eso de juntar porque sí: me parece que tiene que haber un motivo más allá de haber sido escritos por el mismo autor, así que traté de encontrar un denominador común. Estos que escogí eran sobre personas al límite, frente a un abismo, haciendo cosas que a lo mejor vistos por uno desde otro lugar dice “yo no lo haría”, pero en realidad no lo sabés hasta no estar en ese lugar. 
 
De eso hablaste todo este año...
Es que es algo que está en casi todas las cosas que escribo, no solamente en estos cuentos. El poder ponerse en el lugar del otro y encontrar distintos puntos de vista, y que el punto de vista sea particularmente, si es posible, no el de la mayoría consensuada. Hay siempre un esfuerzo de poder mirar el mundo desde un punto de vista que no sea el estándar. 
 
¿Cómo se aprende a mirar con los ojos del otro? 
El primer punto es la observación. Si tenés empatía para observar al otro, también tenés más facilidad para construirlo, ¿no? Después, por supuesto, hay cosas de ficción y otras de investigación. Para escribir sobre la protagonista de Una suerte pequeña(2015), que es una mujer a la que le cuesta mucho la maternidad, que fue madre pero ni sabe por qué, investigué mucho qué tipo de mujer podría llegar a ser de esa manera y tomar la decisión que toma en un momento en el cual yo probablemente diría, a priori, que no haría lo que hizo ese personaje. 
 
El mito fundacional de su carrera como escritora (probablemente una de las argentinas más prolíficas y traducidas en el mundo -incluido al árabe-) es conocido: era el año 1991, tenía 28 años y trabajaba de gerente administrativa en una empresa con sucursal en San Pablo. Iba en un avión, supone que llorando, cuando leyó una convocatoria en el diario para el concurso de literatura erótica “La sonrisa Vertical”, de Editorial Tusquets. Como abducida por una fuerza sobrenatural volvió a Buenos Aires, se pidió vacaciones y escribió de un tirón El secreto de las rubias, que no ganó pero quedó entre las diez finalistas. 
“Ese fue el primer espejo de que, si me esforzaba, a lo mejor algún día podía ser escritora”, dice. Así de contundente fue aquella posibilidad, que se despidió de 10 años de trabajo como contadora para bucear en el mundo de las letras. Estudió guión de televisión, periodismo, taller de literatura con Saccomanno y un terciario de Dramaturgia en la Escuela Metropolitana de Arte Dramático. No hubo ni épica, ni epifanías, ni glamour: sí tesón y trabajo.
En 2005 llegó el Premio Clarín de Novela para La viuda de los Juevesy, después, todo lo demás. 
 
Antes de aquel concurso, ¿Qué lugar ocupaba la escritura en tu vida? 
Desde que soy lecto-escritora, escribo. Poesía, diarios íntimos. En el colegio primario siempre llamaban a mi mamá para que guardara las composiciones que yo hacía como si fuesen algo de valor. No las tengo porque se inundó el lugar donde ella las guardaba, pero se ve que desde ese entonces tenía alguna posibilidad de expresarme a través de la escritura. Como no estudié Letras ni nada por el estilo hubo una búsqueda más caótica y desordenada de ir leyendo lo que me aconsejaban, haciendo talleres. 
 
¿Por qué no estudiaste Letras si registrás desde siempre esa pulsión?
Nunca se me pasó por la cabeza, en mi familia no hay artistas, nadie relacionado con la escritura. Quise estudiar Sociología pero el año que tenía que entrar a la universidad pública cerraron todas las carreras humanísticas por la dictadura, así que terminé en Ciencias Económicas. Por eso tuve que leer mucho para poder escribir bien, porque desde siempre escribo por una necesidad casi ontológica de hacerlo. Pero para hacerlo bien tenés que leer muchísimo.
 
¿En tu casa había algún lector o escritor? 
Tenía una tía paterna que todos decían que escribía, pero nunca leí nada de ella. Después, mi papá y mi mamá le daban importancia a la lectura y había una pequeña biblioteca en casa. Pero pequeña.
 
¿Cómo recordás esa casa? 
Soy del conurbano sur, que no es lo mismo que cualquier conurbano. Soy de Burzaco, lo que quedó claro en varias de mis novelas porque Elena sabe (2007)transcurre en Burzaco; Un comunista en calzoncillos (2013),transcurre en Burzaco, Una suerte pequeña, transcurre en Temperley-Turdera y me corrí un poquito porque sino todo transcurría en Burzaco. Me siento muy del conurbano, por más que después me fui a vivir para el lado de Del Viso y que ahora vivo en Palermo, mi crecimiento, todo, está ahí.
 
¿Por ejemplo?
Cuando escribí Elena Sabe, que se inicia con la aparición de la hija de Elena colgando en un campanario en una iglesia, yo iba al taller de Guillermo Saccomanno y él me preguntaba “¿por qué tiene que suicidarse de una manera tan extraña”? Pero a mi no me parecía extraña: cuando era chica, en Burzaco, vi tres veces cómo bajaban del campanario de la iglesia a personas que se habían suicidado porque en un pueblo de hace muchos años no tenías tantas alternativas: o te tirabas debajo del tren cuando pasaba o te colgabas de la iglesia. A él le pareció rarísimo, sin embargo hablando con una amiga de mi infancia que me había preguntado sobre qué estaba escribiendo, cuando le dije “sobre una madre y una hija que aparece colgada en un campanario” me dijo “ah, transcurre en Burzaco”. 
 
¿Hay mucho de tu infancia en tu escritura? 
Muchas veces, pero sin querer.Una suerte pequeña tiene que ver con un accidente de un auto en las vías del ferrocarril que no vi de chica, pero todas mis amigas me lo contaron como algo tremendo que había pasado y es como si lo hubiera visto. Y no es que me haya quedado pensando en ese accidente, pero un día apareció la imagen y surgió la novela. 
 
¿Y de tus padres? Un comunista en calzoncillos fue una crónica familiar donde el protagonista era tu papá…
Mi papá fue una figura muy importante, mi mamá también. Ella tenía párkinson y en Elena Sabeel personaje, que no tiene nada que ver con mi mamá, tiene la misma enfermedad. De mi mamá heredé el humor. Ella, con un párkinson violento que no la dejaba ni moverse, seguía muriéndose de risa de sí misma, de su torpeza y hasta último momento fue así. Recuerdo su risa muy contagiosa y, además, era muy inteligente: cuando fue al colegio la pasaron de primer grado a segundo o tercero porque ya sabía todo.
 
¿Y tu papá?
A mi papá le debo muchísimo todo lo que soy porque siempre me corrió del rol establecido para la mujer. Todas mis amigas iban a corte y confección y mi papá no me dejaba porque decía que eso era para convertirte en la típica mujer que después se queda cosiendo. En ese sentido era feminista. Él me decía “tenés que estudiar, tener una carrera y después, con el dinero, si querés coser, cosé”. Siempre quiso que estudiara, que hiciera deportes, que era algo masculino para esas cabezas. Y muchas veces decía “si no fueras mujer llegarías a ser presidente de la Argentina”. 
 
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CUENTO
 
El abuelo Martín
 
T/ Claudia Piñeiro
El Abuelo Martín pertence al libro de cuentos Quién no de Piñeiro.
Gentileza de Alfaguara
 
Pasa a buscar a su hijo a las nueve en punto, como cada sábado. Así lo acordó con Marina cuando se separaron. El niño se le abraza a las piernas en cuanto su madre abre la puerta. Casi sin más palabras que un saludo, ella le da su mo­chila. Hernán le pide una campera. “No creo que haga falta”, dice ella, pero él insiste. No le aclara que llevará a Nicolás fuera de la ciudad, a la casa del abuelo Martín, donde la temperatura siempre es menor en unos grados. Para qué, ella empezaría con sus recomendaciones: que los ca­ballos pueden patear al chico, que el estanque es peligroso, que no vaya a treparse a ningún árbol. Las mismas recomendaciones que daba cuando estaban casados y que hicieron que Hernán de­jara de ir. Ahora que es tarde, se arrepiente. La muerte del abuelo Martín, tres meses atrás, can­celó cualquier posibilidad de reparación. 
Es un día de sol y la ruta está vacía. Hernán pone uno de los cedés preferidos de Nicolás, pero antes de salir de la ciudad su hijo ya está dormido. Siendo así, él prefiere el silencio y de­dicarse a pensar en lo que tiene que hacer, su madre le encargó ocuparse de la venta de la casa. A él no le cayó bien el encargo; bastante tiene con sus cosas, pero era el candidato natural para la tarea y no pudo negarse. No sólo había sido el preferido de su abuelo, sino que además es arqui­tecto. Qué mejor que un arquitecto para poner a punto una casa que se quiere vender. En la fa­milia se dice que Hernán es arquitecto por el abuelo Martín. Mientras sus hermanos y primos andaban a caballo o se metían en el estanque, él lo acompañaba en las múltiples tareas que le de­mandaba la casa. El abuelo tenía una empresa constructora y aunque no estudió arquitectura era como si lo hubiera hecho. Incluso mejor, muchas tareas las realizaba con sus propias ma­nos: levantar una pared, pintar un ambiente, reparar los techos. Por el cariño que le tiene y si no fuera tan desastroso el estado de sus finanzas después del divorcio, lejos de venderla, Hernán se quedaría con esa casa. 
Pasa la tranquera y se alegra de que su madre se haya ocupado al menos de deshacerse de los animales. Para él queda, además de las repara­ciones, contactar una inmobiliaria, fijar un pre­cio de venta, mandar a hacer una limpieza pro­funda. Sin embargo, Hernán tiene muy claro qué será lo primero: tirar la pared que su abuelo levantó en medio del living, una pared sin sen­tido arquitectónico que divide el ambiente en dos e interrumpe el paso. Levantada para tapar un dolor o fijarlo para siempre. Porque en me­dio de esa pared, frente al sillón preferido de su abuelo, cuelga el retrato de Carmiña Núñez, su abuela, a quien Hernán apenas conoció. Mu­chas tardes, cuando bajaba el sol, vio a su abue­lo sentarse con un vaso de whisky frente a esa pared y admirar el retrato. Una mujer morena, bonita, luciendo un vestido de encaje blanco que tal vez haya sido el que llevó puesto el día de su casamiento. Pasaban los años y el abuelo Martín parecía seguir enamorado de ella, aferra­do al recuerdo de su mujer muerta. O eso creía Hernán, hasta que un día se lo comentó a su madre. Ella puso mala cara: “De esa mujer yo no hablo”. Entonces se dio cuenta de que casi nadie en la familia mencionaba a su abuela, sólo el abuelo Martín que, cuando insinuaban algún enojo, decía: “Todos hablan, pero nadie sabe”. Muchos años después se enteró por una prima de que su abuela no estaba muerta sino que se había ido con otro hombre. Nadie supo más de ella, si formó otra familia en alguna parte del mundo, ni siquiera si seguía viva o no. Nadie volvió a mencionarla, excepto el abuelo. Para él ella seguía inmaculada, en su vestido de encaje con el que la contempló tantas tardes, frente a la pared que Hernán se dispone a tirar.
A poco de llegar, Nicolás ya se mueve en el lugar como si viviera allí. “¿Me querés ayudar?”, le dice Hernán cuando pasa junto a él con las herramientas. “No”, contesta el niño y se sube a la hamaca que cuelga de un árbol. Él se ríe, le gusta que Nicolás haga lo que tenga ganas. En­tra a la casa, deja las herramientas junto a la pared y descuelga el retrato. Lo deja a un costa­do, ya verá cómo deshacerse de él más tarde. Toma cincel y martillo y empieza a golpear. Se pregunta si Marina, a pesar de haberlo negado, lo habrá dejado por otro, como hizo su abuela. El cincel se clava con facilidad, la pared es hue­ca. No le sorprende, no debía sostener nada, apenas un cuadro. Apoya el cincel y golpea otra vez, los ladrillos casi se le desarman en la mano. Y una vez más. Hasta que el cincel se engancha y queda atrapado. Hernán tira y la herramienta sale con un pedazo de encaje blanco, sucio, en­vejecido. Siente un mareo, como si el aire se hubiera enviciado con algo más que el polvillo, le cuesta respirar. Se detiene un instante a la espera de no sabe qué. Sus ojos clavados en ese muro a medio demoler. Y de repente, como si ahora sí lo supiera, rompe la pared con los pu­ños, la desarma, va haciendo a un lado los pe­dazos, hasta que aparece el vestido de su abuela y su esqueleto sostenido por la tela que impidió que se convirtiera en un manojo de huesos. Se le nubla la vista. Busca luz mirando a través de la ventana. 
Nicolás acaba de saltar la hamaca y viene hacia la casa.
 

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Confesó que se sentía “el etcétera de la familia”. Ocurre que era la menor de seis hermanas, Victoria Ocampo a la cabeza. Y así como la mayor fue todo lo que estaba bien, Silvina, que también encontró su lugar en la escritura, se ubicó en los márgenes, en el cuarto de planchado, arriba del cedro de su mansión de verano donde esperaba a los mendigos para darles leche con nata, siempre en la sombra. Pero aquí no vamos a poner a Silvina en ese lugar en el que la mayoría la pone: el de la pobre desplazada contra su voluntad, opacada por su hermana y su gran amor, Adolfo Bioy Casares, incluso también por su amigo Borges. Ocurre que ella se sentía cómoda en la sombra, “soy íntima”, decía. Se escondía de la gente tras sus icónicos anteojos de marco blanco y vidrio templado o se tapaba la cara paras las fotos. No le gustaban las entrevistas, las fiestas, los homenajes, no hacía relaciones para beneficiarse, más bien al contrario: era ella la que beneficiaba a los demás con su mirada, su humanidad y sus excentricidades. Construyó una obra tan genuina como ella misma, que te seduce, te atrapa y te lleva a ese lugar oscuro que tanto disfrutaba.

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