La consagración de Adriana Lestido

T/ Luz Laici F/ Adriana Lestido

Fotógrafa argentina. De las mejores. No está en las redes, prefiere mirar el cielo. Feminista antes de saber lo que era el feminismo. Siempre está buscando estar en sintonía con su alma. Escribe más de lo que fotografía. Asiste a un cambio. Aquí lo relata.
 



“Limpieza. Comienzo de algo nuevo. Otra etapa”. Es 22 de noviembre de 2011 y Adriana Lestido se está preparando para lo que viene: su viaje a la Antártida, en busca del blanco absoluto. Escribe esa reflexión en su diario –publicado en Antártida Negra. Los diarios, de editorial Tusquets–, cuando la seleccionaron para la travesía y ella se propone que las imágenes sigan sus sueños, “ir al blanco”, “escuchar el viento”. 
 
Casi siete años después, propongo hablar de su consagración, porque ella –la fotógrafa—es (para mí) una celebridad en el universo de la fotografía. Gata Floraacepta la propuesta y Adriana, la entrevista. Descubro, entonces, que su magnificencia deviene –sobre todo–, de su humildad: “No soy muy amiga de las palabras ‘consagración’ ó ‘celebridad’; no creo, en el fondo, en ninguna de las dos. Más bien, sí, en el aprendizaje continuo, mientras se está vivo. Soy una eterna aprendiz. En relación con mis medios expresivos, sean los que sean, y con la vida”, dice Lestido como si se encontrara en un eterno punto de partida.

 
Autorretrato, 2005.

Seguramente, esa flexibilidad le haya permitido sortear, entre otras cosas, los imponderables de aquel desembarco accidentado en el continente blanco, que la llevó a recalar en Río Gallegos, primero; y en la Base Decepción, después. “Decepción –escribe el 28 de febrero de 2011– es el lugar menos blanco de la Antártida: es negra. Como la tierra es volcánica, el calor derrite la nieve al toque. Solo en pleno invierno está blanca. Pero igual tiene lo suyo, es extraña. ¡Fuego bajo el hielo! Cerquita hay unas lagunas turquesas alucinantes. La tierra negra. Los manchones de nieve. La playa. Las montañas”. Un blanco y negro que es constitutivo en la obra de Lestido y que, por esas vueltas de la vida, es protagónico también en su última propuesta.
 
Esa marca registrada, sin embargo, no llegó a serlo en su recorrido profesional “de forma premeditada”: “Simplemente sentí y siento que mi imagen se expresa mejor sin color. Salvo excepciones, siempre trabajé en blanco y negro. Al principio, porque fue así como empecé a hacer fotos, como aprendí a revelar y a imprimir mis imágenes. Me encantaba la magia del laboratorio, del cuarto oscuro. Y después seguí igual. No se trata tanto del blanco y negro sino más bien de la ausencia de color. El blanco y negro es como la imagen detrás de la imagen y es ahí, justamente, donde me interesa mirar: en lo que está por detrás de lo aparente. Lo que no se ve desde lo que se ve, desde lo que está sucediendo frente a la cámara. Creo que las emociones básicas, de fondo, son las que le dan sentido a mi trabajo y ahí no entra mucho el color. Eso no quiere decir que no esté, pero es algo así como en los sueños, donde generalmente se evoca la imagen más allá del color. Si el color aparece, es para algo puntual, porque en el sueño mismo se registró. Uno se acuerda de tal o cual detalle en color, o directamente se sueña el color, pero generalmente cuando se recuerda una imagen no se piensa en el color. De todas formas, en este momento me interesa mucho relacionarme emocionalmente con el color, de la naturaleza especialmente”.
 
Y hacia ella va cada vez que puede, cuando abandona la ciudad por su casa en la costa atlántica argentina. No nació allí Lestido sino en Mataderos, en el verano de 1955 y en el seno de una familia sin lujos, que habían formado Serafín y Laura –sus papás–, ninguno con experiencia en la fotografía. Una carrera que, en principio, tampoco había sido una opción para ella, que supo ser estudiante de ingeniería, seguidora de Pink Floyd, gustosa lectora de Sartre, enfermera en potencia y militante de Vanguardia Comunista. También se inclinó por el magisterio –comenzó a cursar esa carrera en el Normal 4, en 1977– hasta que en 1979, un año después de la desaparición de su ex marido, recaló en la Escuela de Cine de Avellaneda, para estudiar cine con Rodolfo Hermida e hizo su primer curso de fotografía. En las cuatro clases gratuitas que tomó en la Casa del Fotógrafo descubrió su vocación: “Empecé a soñar con fotos, me tomó por completo, como nunca nada en la vida”, confesó en una entrevista, en la revistaAnfibia.
 
 
Hiciste mención a tu interés por la naturaleza. Herzog, que explora ese universo, dice que en los paisajes busca“un lugar humano para el hombre, un área digna para los seres humanos. La búsqueda de paisajes utópicos es probablemente una búsqueda infinita, pero sé que si me quedo en un solo lugar, jamás voy a encontrarlos”. En tu caso, ¿cuál es el lugar para lo humano y cómo llegas a descubrirlo?
Lo humano está en la mirada. No creo que mis paisajes hablen de montañas o mares, más bien de estados internos. Se trata de moverse a través de los paisajes propios. En realidad, lo que siempre me interesa es descubrir algo más sobre lo que significa ser humano. Los paisajes tienen que dejar ver algo del alma humana. En esencia, no son paisajes; son estados de la mente, que permiten desnudar imágenes inconscientes, ver cosas de mi interior.
 
En ese mar, la Antártida supuso un nuevo proceso exploratorio. Ella misma lo explicó en su diario: “Ya no me pregunto qué vine a hacer acá. Todo tiene un propósito. De todas formas, cuando lo pensaba era una pregunta superficial. En el fondo sé que estoy donde debo estar, haciendo lo que tengo que hacer. El sentido de este viaje se irá develando con el tiempo. Siempre es así. Hay un sentido más profundo que lo que se pueda llegar a pensar, y otro, y otro… Es inagotable, como capas de cebolla. Ahora dejarme llevar. Ya se irá develando la imagen interna que me impulsó a hacer este viaje. Por lo pronto, vi que soy más insegura y competitiva de lo que pensaba. No importa lo que hagan los demás. Hacer buenas fotos es lo de menos. Aquí vine a limpiar y a encontrar mis imágenes. A conectar con esta naturaleza y a aprender de ella. A ver adentro”.

 
Antártida negra

Esa reflexión de Lestido resulta, al menos, curiosa. Valdría preguntarse: ¿Acaso no es el objetivo máximo de todo fotógrafo conseguir las mejores imágenes de cada momento, cosa, lugar? Adriana responde: 
–Me cuesta hablar del artista en general; prefiero hablar de mi caso particular, porque es lo único que conozco. Para mí, la expresión es una herramienta de aprendizaje vital que, cuando se hace con absoluta entrega, irradia hacia otros seres también. La impermanencia, la conciencia en el momento presente, la aceptación del cambio constante. Todo esto, en definitiva, tiene que ver con la aceptación de la muerte. Tan esencial para poder dimensionar la vida y todo lo que nos pone delante. Siento que son cosas que van en paralelo. Voy comprendiendo, a través de mi trabajo, lo que necesito comprender como mujer y como ser humano. Pero esa comprensión se va profundizando con el tiempo. Como escribí, son capas de cebollas. Yo sigo encontrando nuevos significados en fotos que hice hace más de 30 años. Nada se sella, todo está vivo y en movimiento, creciendo y modificándose con el tiempo.
 
Hace 36 años, en 1982, cuando Lestido recién comenzaba a dar sus primeros pasos en el fotoperiodismo –y la dictadura militar todavía hería a la Argentina–, el editor de su área en el diario La voz, la mandó a cubrir una marcha de las Madres de Plaza de Mayo en la Plaza Alsina de Avellaneda. Esa muchacha delgada y de rulos podría haber capturado las mismas imágenes que repitieron sus colegas, pero Adriana supo esperar –y encontrar, aún con escasa experiencia en el rubro– el momento preciso en el que se condensó el reclamo del momento, el devenir de una lucha histórica y los sujetos que la llevarían adelante: las mujeres. Su foto Madre e hija de Plaza de Mayo–la mayor sosteniendo en brazos a la pequeña, las dos con puño en alto, pañuelo blanco y grito de liberación– fue tapa de diario y se convirtió, como Lestido dijo tiempo después, “en la imagen fundante de todo mi trabajo, el origen”. 
 
Vale señalar un detalle para comprender su espíritu: Adriana había llegado al lugar tan solo con parte de su equipo; el día anterior, 24 de noviembre del ’82 y mientras cubría una movilización de vecinos de Lanús contra el intendente de entonces, Carlos Gregotti, la policía le había robado, en medio de la represión y los gases lacrimógenos, su teleobjetivo y otros lentes, como un gran angular. Sin embargo, la adversidad no había encontrado brecha donde penetrar.  
 
 
Algo similar se descubre en tu libro Antártida negra, publicación que tiene su versión como libro de fotos y como diario. En este último contás el día a día de tu viaje por ese inhóspito territorio, en tono íntimo, adentrándote en otro lenguaje: el de la escritura. Esa experiencia, de alguna manera, cierra un círculo de transmisión que le agrega al registro una forma diferente de contar una historia. ¿Qué le aportaron las palabras a las fotografías? 
Supongo que el relato escrito lo complementa. En realidad, la idea original era que el libro de fotos no tuviera ningún texto, salvo las pequeñas citas que incluye. No quería prólogo ni nada por el estilo. Y sobre esa idea trabajé con las imágenes durante 5 años. Recién cuando tuve la maqueta final, a fines del 2016, Juan Forn me ofreció publicar los diarios en la colección que estaba armando para la editorial Tusquets. Cuando me lo propuso, hacía muy poquito que me había encontrado con Graciela Iturbide y ella, sin conocer las fotos, sólo escuchando el relato del viaje, también insistió en que tenía que incluir el diario de viaje. ¡Fue un hermoso desafío! Siempre escribo, mucho más que lo que fotografío, pero ponerme a trabajar con las palabras fue abrirme a otra forma de contar. Y, justamente, en un momento de pasaje, como es este, donde dudo que siga trabajando con fotografías como lo hice hasta ahora. Yo pensaba que Los diariosserían la base del iceberg –según la teoría de Hemingway–, pero me di cuenta que es parte tan importante como las imágenes. En Los diariosestá lo crudo, lo salvaje y extremo de la experiencia, y mis debilidades y vulnerabilidad como ser humano. 
 
En las imágenes, en cambio, se percibe una búsqueda. Comparte Lestido: “Quería desprenderme de los retratos e ir hacia la pureza de los elementos. Ir más hacia abajo. Como casi todo lo que me sucede en la vida, fue ella la que me puso ante la idea de ir a la Antártida. Primero, una bióloga me habló de los viajes del Deseado a la Antártida. Ahí pensé: ‘¡¡¡La Antártida!!! ¡¡¡Nuestro desierto blanco!!! El fin del mundo’. Y, después, apareció otra bióloga que iba siempre y me dio data fundamental. Para mí, la Antártida y el blanco simbolizan la muerte como transformación. Ir hacia el final para empezar de nuevo. Así, los dos libros juntos transmiten lo que, de alguna manera, siempre intenté expresar: el dolor y la belleza de la existencia”.
 
Ese registro dual, que se condensa en cada uno de sus ensayos fotográficos, formó parte de un proceso de transformación en su carrera. Porque Lestido había comenzado a tomar imágenes en las plazas, capturando a los niños para luego venderle a las madres ese reflejo inmortalizado, hasta que tuvo la oportunidad de entrar a un periódico, tomar la foto de Madre e hija de Plaza de Mayo y, luego, ser contratada por la agencia DyN (Diarios y Noticias), para descubrir entonces el hospital Infanto Juvenil y tomar consciencia de que la fotografía no sería, en su vida, cosa de un instante. Fue entonces que Adriana decidió moldear el tiempo, permanecer para hacer, “desaparecer para poder ser lo que uno mira” y contar de forma diferente. 
 
Sería entonces en la década del ’90, e integrando el diario Página 12, cuando Lestido –de la mano de la beca Hasselblad– le daría forma a su primer libro: Mujeres presas(Dilan editores), registro ensayístico de la vida en la cárcel bonarense de Hornos. Después llegaría una beca Guggenheim y su proyecto más ambicioso –Madres e hijas–, que se convertiría en su segundo libro (La Azotea), luego de tres años de compartir la diaria con cuatro mujeres y sus hijas, en un devenir entretejido de cotidianeidad, amor, cercanía, separación. El prestigio de Lestido volvía a reforzar sus cimientos, en prácticas maternales tan sencillas como contundentes. 
 
 

Madre e hija de Plaza de Mayo 


Como en Madre e hija de Plaza de Mayo, fotografía icónica de tu historia profesional, tus imágenes fusionan la belleza y la dureza propias de la complejidad de vida. ¿Esa dualidad funcionó como punto de inflexión en tu carrera?
Creo que, de alguna forma, eso está presente en todo mi trabajo. Sin embargo, en Antártida negraestá en estado más puro, por decirlo de alguna forma.
 
 
En un intercambio con el escritor John Berger hablan de la fotografía como el registro de lo inmortal, de una lente que, convirtiendo en profecía aquello que congela, deviene en la transmisión de un mensaje casi telepático. ¿Se trata de un proceso consciente? ¿El análisis de tu obra ofrece ese resultado o más bien las múltiples interpretaciones de aquellos trabajos permiten situar en tiempo y espacio aquello que se cuenta?
Berger habla de la naturaleza de la presencia, de estar realmente presente. Y desde la presencia volverse invisible. Así lo veo también. Él dice que mis imágenes son como profecías de algo que ya sucedió y que la lente es una forma de telepatía. Pero, bueno, ¡él es un poeta! Yo creo que lo único que cuenta es la vida que pueda tener una imagen y cuando hablo de imagen no me refiero solo a la imagen fotográfica sino a la imagen que plasma todo creador, más allá del medio expresivo que elija. Esa vida es lo que le permite seguir creciendo en el tiempo. El ser de esa imagen se percibe en presente, nunca veo las fotos como pasado o como algo congelado, y por ser presente, es conciencia, contiene lo que fue y lo que será. Una imagen genuina simplemente es, trasciende el tiempo. Sin embargo, el proceso no puede ser solo a nivel consciente, si es así será limitado el resultado. La pulsión creativa se origina en una zona oscura, en el inconsciente. Uno solo puede entregarse, hacer espacio, ponerse al servicio con todo el bagaje y el aprendizaje de su propia vida. El propio mundo inconsciente tiene un alcance infinito, está conectado con el de los demás. Es ahí donde me interesa ahondar. Poder llegar a una imagen que sea develadora para mí. Y para los que estén en resonancia con ella. ¿De qué sirve expresar lo que ya se conoce? Es sólo autoafirmación. El alcance de la expresión es mucho más poderoso. Es lo que hace que la creación sea trasformadora. 
 
 
Al hacer referencia al fotógrafo chileno Sergio Larraín, mencionás también a su maestro Öscar Ichazo y la conexión con el alma, como parte de la creación y el crecimiento, con una espiritualidad que nos constituye y conforma. En tiempos de selfies, ¿cuál es tu estrategia para alimentar ese espacio? ¿Cómo mantener distancia de una vorágine de mercado que arrasa?
Es ir contra la corriente, cuesta arriba. Siempre estoy buscando la forma de estar más en sintonía con mi alma, sin interferencias. Pero se hace difícil, la vorágine arrasa. Todavía no termino de encontrar la manera de liberar del todo, o no puedo aún. También me importa lo que pasa en la sociedad en la que me toca vivir. Mientras tanto, mi estrategia es meditar, estar en la naturaleza lo más posible, ir despacio, practicar el no hacer, estar en armonía con mis relaciones, darle lugar a las cosas que me hacen sentir bien. Básicamente, hacer espacio. Buscar todo lo que me ayuda a limpiar y a hacer espacio. Los nuevos significados en mis fotos mutan todo el tiempo. Es un proceso interminable, al mismo tiempo que estoy cada vez más liviana, con menos carga encima, menos angustia y más espacio interior.
 
 
Mencionaste que te encontrás en un momento de pasaje. ¿Qué provocó tu llegada a ese punto, que te lleva a repensar incluso si seguirías trabajando con fotografías?
Con la retrospectiva que hice en Cronopios en el 2008, que luego fue el libro Lo que se ve (Capital Intelectual), editado en 2013, cerré un ciclo de trabajo y de vida. Un ciclo que comienza con la foto de la Madre e hija de Plaza de Mayoy cierra con la serie El amor(1992–2005). De alguna forma, hice esa retrospectiva para resignificar lo que había hecho hasta ese momento, encontrar la conexión entre las distintas series, contar una sola historia con todas juntas (usando las fotos únicas y las citas como nexo) y pasar a otra cosa. Lo que siguió fue la Antártida (N.delR.:Antártida negra), por eso lo considero un trabajo de pasaje. Ir al fin del mundo, al desierto antártico, para ahondar, ver, limpiar y así poder seguir, libre de lo que había hecho. Pero, claro, todo siempre lleva mucho más tiempo de lo que uno se imagina. En eso sigo estando todavía, sabiendo que algo se terminó pero viendo hacia dónde voy.
 
 
Tu obra está presente en museos de Suecia, Francia, España, Estados Unidos. ¿Qué te falta para completarte? 
Lo que falta me lo va diciendo la vida cada día, se va presentando, es cuestión de poder verlo y aceptarlo. Asumir los desafíos que se presentan, aunque asusten o no gusten. El proceso nunca se termina, mientras se está vivo siempre se aprende, siempre hay trabajo vital para hacer. No creo en los iluminados ni en los consagrados. El conocimiento de uno mismo es infinito y creo que es lo único que determina los distintos niveles de evolución como seres humanos.
 
 
En ese proceso, ¿cuál es el mejor contexto para desarrollar tu trabajo fotográfico?
No hay un mejor contexto. Cualquier contexto puede estar muy bien. Depende de lo que se necesite en cada momento, no se puede generalizar. En un momento fue una cárcel; en otro, un desierto. 
 
 
Y en tiempos de revolución feminista…
Soy feminista desde antes de saber lo que era el feminismo y trabajé sobre el género gran parte de mi vida por pura necesidad, sin siquiera proponérmelo. La vida, mi vida, me llevó a mirar tanto a las mujeres... Me encanta que haya sido así. Y también ser testigo y parte de lo que está pasando hoy, poder vivirlo. Y emocionarme como me emocioné con la media sanción en la Cámara de Diputados de la Argentina del proyecto de ley de interrupción voluntaria del embarazo. Pero, sobretodo, por las adolescentes en las calles, haciendo tanta fuerza. Creo que la presencia desbordante de mujeres jóvenes abre algo nuevo, es una poderosa luz en tiempos oscuros, marca el inicio de algo nuevo. La revolución de las hijas, como bien dijo Luciana Peker. Por eso, agradezco a la vida poder vivir este tiempo.


 
 
¿Y rescatarías o volverías a algún tiempo del pasado?
¡¡No!! No me interesa volver a ningún momento del pasado ni rescatar ninguno. Todo estuvo bien, con los muchos errores que cometí. Soy una mujer feliz y agradecida por lo que me ha tocado vivir. Pero no volvería a ningún momento del pasado, ni de mi vida personal ni profesional, para nada. Mi pasado está presente en lo que soy hoy. Y es lo que seré mañana. A veces es necesario volver a algunas situaciones para seguir desentrañando, para despejar y entender lo que pasa hoy, pero solo para eso. Lo que me importa es poder estar presente en mi vida, en el ahora, que es tan difícil.
 
 
Un “ahora” de posverdad y, sobre todo, de gran peso para las imágenes que se multiplican en las redes como reflejo constante e instantáneo de lo cotidiano en la web. ¿Qué pensas de la vida a través de las redes? 
La verdad, no me interesa. No estoy en ninguna red, ni Facebook, ni Linkedin, ni Instagram, ni Twitter. Me parecen una espantosa pérdida de tiempo. Lo que me tiene que llegar, me llega igual. Es tan poco el tiempo que tenemos y tan limitada la energía que disponemos, que perderlos en tratar de afirmar una imagen interna, que es lo que, en definitiva, creo que se busca en las redes o llenarnos de cosas que no significan nada… no sé, prefiero mirar el cielo. A mí, lo único que me importa es poder despejar el camino. Integrarme, completarme, llegar a ser lo que soy. En eso se me va la vida. Mientras que las redes... A veces pienso que, en algún momento, se van a caer todas de golpe. Sería una tremenda complicación, pero, por ahí, no estaría nada mal.
 

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T/ Guchy Fernandez
F/ Gentileza de Penguin Random House


Banda de sonido recomendada para leer esta nota: Brahms (Silvina amaba sus Liebeslieder Waltzes). También le gustaban: Bessie Smith, Tina Turner, Gardel, Piazzola, Schumann y Chopin (así que si quieren pueden ir mechando).



Confesó que se sentía “el etcétera de la familia”. Ocurre que era la menor de seis hermanas, Victoria Ocampo a la cabeza. Y así como la mayor fue todo lo que estaba bien, Silvina, que también encontró su lugar en la escritura, se ubicó en los márgenes, en el cuarto de planchado, arriba del cedro de su mansión de verano donde esperaba a los mendigos para darles leche con nata, siempre en la sombra. Pero aquí no vamos a poner a Silvina en ese lugar en el que la mayoría la pone: el de la pobre desplazada contra su voluntad, opacada por su hermana y su gran amor, Adolfo Bioy Casares, incluso también por su amigo Borges. Ocurre que ella se sentía cómoda en la sombra, “soy íntima”, decía. Se escondía de la gente tras sus icónicos anteojos de marco blanco y vidrio templado o se tapaba la cara paras las fotos. No le gustaban las entrevistas, las fiestas, los homenajes, no hacía relaciones para beneficiarse, más bien al contrario: era ella la que beneficiaba a los demás con su mirada, su humanidad y sus excentricidades. Construyó una obra tan genuina como ella misma, que te seduce, te atrapa y te lleva a ese lugar oscuro que tanto disfrutaba.

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