Un escritor uruguayo le escribió un mail a Amalia para decirle que es admirador de Kawabata, “pero del Kawabata de Amalia Sato”, se le declaró, dando a entender que ella en su traducción le aporta al autor un matiz especial digno de admiración (sin signos).
Tan así que, El libro de la almohadade Sei Shonagon, además de la que escribió Amalia, tiene una traducción de María Kodama (y en la tapa dice “y Jorge Luis Borges”) y el efecto que provoca una y otra es llamativo: la versión de Kodama es literal y la de Sato, literatura.
Y también está el efecto que provoca Amalia con la oralidad. Hasta su manera de hablar es musical, connota un matiz, y no es a partir de un acento, ni un arrastre de vocal, ni un exceso de dicción: es su deseo de transmitir, de mover las aguas para despertar un oleaje suave, tan suave, que no tape el canto de las sirenas.
Lo importante para los japoneses, explica Amalia, es la superficie -el packaging-, que sirve no tanto para ocultar, sino para descubrir algo. Algo similar sucede con las personas. En varias oportunidades, ella fue invitada a dar charlas en congresos para psicoanalistas, porque les interesa Japón, el teatro Noh, la escritura de mujeres, el haiku. “Voy y hablo desde la literatura, que es lo único que manejo, pero nunca sé qué es lo que escuchan. Había un tratado de estética japonés que decía que lo más importante de la máscara es el borde, y en Japón cuidan mucho esa máscara social: son de una manera en el trabajo, familiarmente de otra, con los amigos de otra y en sus secretas vidas, si es que las tienen… pero esas máscaras no se pueden superponer. A veces pienso: donde empieza la amistad entre los argentinos, finaliza la amistad con un japonés”.
Hubo otro Kawabata. El que conoció Amalia como repositor externo en un Carrefour de Nuñez, cerca de su casa. Él le preguntó si ella era japonesa -le tocó explicar, otra vez, que es de la Argentina- y hablaron del escritor ganador del Nobel. El repositor externo le dijo que él era descendiente de aquel Kawabata, un sobrino bisnieto o algo por el estilo. Esa tarde se despidieron y ella volvió un par de veces más con la excusa de provisiones, pero no volvió a encontrarlo. Una chica del supermercado le informó: “a Kawabata lo trasladaron a otra sucursal”. Carrefour bien podría oficiar como una de esas ‘convenience store’ de Japón que fascinan a Amalia, y que la novelista Sayaka Murata retrata en su libro Mujer de Almacén (2016), traducido al inglés como Convenience Store Woman.
Amalia Sato se considera traductora, docente, abuela. Omite decir que: en cuanto traductora, es además una intérprete oportuna de las intenciones artísticas y literarias de otros; en tanto docente, de cada reunión uno se lleva consigo una idea nueva (como tirarse el IChing y apoyarle la copa de vino arriba mientras se sigue conversando de viajes y películas); y como abuela, si es tan pedagógica, brillante y lúdica como cuando practica kamishibai, entonces es la tutora y cómplice perfecta.
Ella es Amalia Sato, un nombre mágico que cuando uno lo pronuncia frente a personas de las letras o el arte que no la conocen personalmente, suele venir correspondido con la frase “me da intriga” o “es interesante”. Y si la conocen, el bautismo oral sigue con un “la admiro” y/o “le tengo mucho afecto”. Otros tantos siguieron de cerca sus Tokonoma. Era la revista de traducciones que editó desde 1994 hasta hace unos años. Así como Victoria Ocampo, porteña, publicaba la revista Sur con traducciones inéditas del francés al español y escritores pronto consagrados; eso hacía Amalia Sato, porteña, con los textos en japonés y los nuevos escritores de los noventa en su Tokonoma.
“Cuando pensamos Tokonoma, Luis Thonis -que estuvo desde el principio en las reuniones- me decía: ‘poné Traducción y Literatura’, porque enfatizamos los textos que, por no estar traducidos, no estaban circulando, como un pasaje de lenguas. A mí me interesaba mover literatura japonesa”, explica Amalia sobre los comienzos de la revista. “En ese momento, sin internet, todo era ir a las bibliotecas y tomar notas. También, obligarme a traducir y a escribir. Porque yo no me considero escritora, escribo obligada, así que una vez por año me ponía, convocaba y armaba un núcleo de pares”.
En las últimas tres Tokonoma, Amalia asignó palabras en japonés a escritores, artistas y músicos amigos para que escribieran un breve texto. Algunas eran palabras conocidas, como kimono, seppuku y karaoke; y otras, como aizuchi, ga o mingei. En Tokonoma 16, de 2012, la propuesta fue escribir a partir de una foto de viaje: esas imágenes “ayudamemoria” de aquellos “devenidos en voyeuristas de un mundo, por unos ya recorrido, por otros febrilmente imaginado”. Esta última idea, la de los febriles, se corresponde con el concepto de ilusiones culturales que utiliza Amalia para referirse al atractivo mental que provoca un país, una leyenda, quizás una estética; y que desencadena expectativa, imaginario, fascinación. Por ejemplo, Japón.
“Tokonoma respondía a los tiempos y yo iba pescando: Japón se iba poniendo más popular, no tan académico. Internet tiene mucho que ver. Y de golpe, todo el mundo iba a Japón, que es un viaje masacrante…”
Fuiste en el 2008, ¿volviste a ir o habías ido antes?
No, y antes tampoco. Mi papá, que era un tipo cultísimo y que tanto sabía, nunca fue a Japón. Y mi abuelito nunca quiso volver a Japón. Es rara la relación con Japón. Yo fui y me encantó. Me di cuenta que los estudiosos norteamericanos borraron el siglo XVII, como que dijeron: “empezó todo con la Era Meiji, el comodoro Perry....” y no está el siglo cristiano, que produjo profundas modificaciones en Japón.
Contando esa historia, ¿qué fue lo que dejaron de lado?
Y, el papel de España y Portugal, el cristianismo, Filipinas, la nave de Acapulco... En Cuernavaca, Guillermo Quartucci me mostró el techo que estaban restaurando en la catedral y se veía a los crucificados de Nagasaki, que aparecieron debajo de capas de pintura. La nave Manila-Acapulco tocaba Filipinas, Japón y llegaba a Acapulco cruzando toda la meseta mexicana llevando información: era una especie de noticiero de esos mártires. Y me emocionó. Mirá cómo se enlaza América Latina en México con Filipinas y esa presencia del Pacífico que es tan importante, un océano enorme y salvaje que tiene un oleaje diferente. Cuando vas a Chile las olas rompen de otra manera, hacen otro sonido en teoría. A mí lo moderno me infla el pecho, soy cero nostálgica te digo.
“Prometo que la próxima viajo con un grabador”, escribe en su crónica Viaje a Japón, publicada en la Tokonoma 13 (2009). “La variedad de tonos, la mascarada de voces es formidable”, sigue: “La voz profesional, la del teléfono, la familiar (y dependiendo si es con el marido, con los hijos, la suegra), la íntima entre amigos o amigas, la que se usa con el extranjero (la que me toca porque siempre explico que soy de la Argentina), son tantas variedades, tan bien encarriladas, que creo que sirven muy bien para controlarse”. Amalia empieza un párrafo diciendo “Me interesan los jóvenes” (hay otro párrafo que arranca con: “Me alegro de entender las conversaciones”).
“Me encantan los jóvenes y los niños. Mi fuente de información es mi nieta”, dice en 2018 en Buenos Aires. “En Japón no tuve desilusión cultural. Lo que me llamaron mucho la atención fueron los jóvenes. Tienen otro físico, son más altos, meten mucho esfuerzo en el lookeado del cabello: que gomina, o teñido de rubio, o cresta, o el corte... es increíble”, cuenta. “En el siglo cristiano, la inventora de teatro Kabuki (Izumo no Okuni) se ponía hebras de lana en el cabello y se lo teñía también. Son cosas que existieron para escandalizar. Los jóvenes me dieron la impresión de que no están en ese Japón empresarial, samurai, rígido, del hombrecito con el traje que va corriendo a tomar el tren, sino que están en otra cosa. Japón cambia mes a mes, minuto a minuto, hay que ir de nuevo a ver en qué andan”.
La afición por lo juvenil, dice Amalia, es inherente a la condición de docente. “Cuando sos profe te tiene que gustar la gente joven, hasta una persona grande que se pone a estudiar algo es joven”.
¿Lo juvenil es la curiosidad?
El cambio. Hay que siempre estar cambiando, no quedarse quieto.
Cuando terminó la carrera de Letras en la Universidad de Buenos Aires, Amalia estudió portugués en la Fundación Centro de Estudios Brasileros. “No había Mercosur, ni nada, pero a mí me encantaba el idioma por la bossa nova, quería leer Grande Sertão: Veredas de Guimarães Rosa”. En su novela, el autor dice: “el sertão es del tamaño del mundo”. En la proposición 5.6 del Tractatus, Wittgenstein afirma: “los límites de mi mundo son los límites de mi lenguaje”. El mundo a Amalia le entra por los oídos: la música, los acentos, la oralidad.
“Me acerqué al portugués con esas aspiraciones de mínima y se me abrió un mundo, a mí me encantan las lenguas romances: todo lo que venga del latín tiene sonoridad vocálica, y a Brasil le dediqué mucho tiempo”. Amalia llegó a tener cátedras con brasileños de distintas regiones -cariocas, del nordeste, de amazonia- y así configuró una visión emocional de Brasil: “la de los brasileños trasplantados a Buenos Aires -con sus temores, prejuicios y alegrías-; la de la chica que estaba de novia con un argentino que conoció en la playa, la de la señora del cónsul, la del que venía en busca de algún trabajo… esos que no se encontrarían jamás en Brasil, los tenía a todos juntos en mi grupo de español”.
Para Amalia Sato, tercera generación de japoneses nacidos en lugares tan distantes como Yamagata y Kumamoto, lo nipón estuvo siempre ahí, eran sus preguntas, y ella construyó su propia memoria histórica de Japón a través de la literatura. Su glosario personal de ilusiones culturales. Pero sentía que tenía que escapar de ese sertão heredado: después de Brasil, le atrajo Italia.
“Imaginate las culturas vistosas que me elegí, y no tienen fin tampoco. Dicen ‘Japón está de moda’, y Japón siempre está de moda: desde el siglo XIX, los impresionistas, la robe de chambre, el maquillaje blanco. Japón está instalado, es como una categoría estética, mental, emocional. El saqueo que uno hace en un viaje es tan pequeño que cuando podés tener un pellizco de lo cotidiano del otro, ahí te provoca una emoción. En Italia, por ejemplo, cuando fui de Sorrento a Pogerola, vi la Isole de Li Galli-la isla de las sirenas-, agarré mi celular y saqué fotos. A Italia -¿ves?- viajé en busca de la ilusión cultural, de esa luz de Ulises”.
Amalia está entusiasmada. Ya tiene planeada su próxima excursión: al Instituto Inhotim de Bernardo de Mello Paz, en Minas Gerais, Brasil. Un museo al aire libre, integrado en la flora tropical e inspirado en el paisajista Roberto Burle Marx: la modernidad tropical al natural. “Lo que propone este señor es vivir en el paraíso, con estanques, lagunas, palmeras, obras de arte, restaurants. Es lo que yo aspiraría que fuera un estilo de vida. Todo lindo, lindo, lindo”.
El grabador, Amalia, no te olvides.