CUENTO / Nadie a salvo / GUADALUPE FARAJ

T/ Guadalupe Faraj* I/ Patricia Di Paola

Por la calle Salta caminaba, desde Plaza Constitución hasta el hospital Moyano, para sacarle fotos a Ramona. Pasaba por el Tobar García y el Borda, doblaba en la esquina de Brandsen a la derecha, y ahí aparecía la enorme entrada. En mi bolso llevaba una cámara que me había regalado mi hermano y que no era profesional. La usé los dos años en que saqué fotos. Como nadie me preguntaba qué hacía ni para qué iba, se me ocurrió que esa cámara me permitía pasar por un familiar. Después entendí que no, en el Moyano no hay familiares que visiten a las mujeres, es un lugar olvidado, lejano, invisible a pesar de ser tan inmenso, y yo ahí dentro, me había vuelto un poco invisible.
Al principio hacía fotos a la parte de afuera, a las ventanas de marco negro, a una mujer que llevaba un sobretodo y que iba con la cabeza erguida, la espalda recta, muy despacio, que solía entrar al hospital los domingos entre las tres y cuatro de la tarde.
En la semana nos reuníamos con un grupo de fotógrafos a mirar los trabajos que cada uno estaba haciendo. Ubicábamos las copias sobre una mesa, sacábamos las que no nos gustaban, les dábamos un orden. Mis primeras fotografías fueron enfocadas, quietas, simétricas como aquellas ventanas. Eran fotos que bordeaban el hospital, pero no entraban.
Cuando decidí hacerlo, ante mí se abrieron caminos de cemento y árboles altísimos, mujeres solas o en grupo por los jardines o sentadas en el pasto, enfermeras, la parte de atrás de los pabellones con puertas enrejadas, la iglesia, el comedor, la cárcel y el museo, los enormes tachos de basura. Recuerdo cuando pasé por el comedor en la hora de descanso. Los cocineros estaban afuera, sobre un balconcito, apoyados en una baranda. Eran alrededor de diez, vestidos de blanco. Al verme con la cámara se dieron vuelta y cada uno posó: algunos con un cigarrillo, mirando fijo, otros ubicados de costado, apoyando un codo o una pierna en un escalón, todos sonrientes. Parecían marineros a punto de zarpar; había un gran contraste entre aquellos hombres y las mujeres de ojos endurecidos, que colgaban sus bombachas en sogas puestas al sol. Pero la verdadera entrada al Moyano no fue esta.


(SIGUE EN LA REVISTA)
 
*MINI BIO DE LA AUTORA
Guadalupe Faraj nació en Buenos Aires. Escritora y fotógrafa, también realizó estudios de filosofía. Su primera novela, Namura, ganó el premio Novela Corta Pola de Siero, España, y fue finalista en el Premio Internazzionalle de Literatura, Italia. Escribió Yo no decido qué soñar, serie de narrativa poética incluida en la Antología Y no ilumines los rincones (La mariposa y la iguana). Dirigió Novia Fracturada, un cortometraje basado en relatos inéditos, finalista en el Concurso del INCAA, La Mujer y el Cine. Fue una de las fundadoras del taller de fotografía de YO NO FUI, en la cárcel de mujeres de Ezeiza. Se formó en clínica de escritura con Claudia Prado, Paula Jiménez España, Betina González, y en talleres intensivos con Liliana Bodoc. En fotografía hizo su formación en ARGRA (Asociación de Reporteros Gráficos), en los talleres dictados en la Universidad de Buenos Aires, y con el fotógrafo Marcos Adandia. Fue una de las coordinadoras del Ciclo de Lecturas BRANDON LEE en Casa Brandon. Colaboró en las revistas Ojos Crueles, Dulce Equis Negra y Ricardito. Actualmente se dedica a escribir y a dictar talleres de literatura y fotografía de manera particular y en establecimientos educativos.
 

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F/ Gentileza de Penguin Random House


Banda de sonido recomendada para leer esta nota: Brahms (Silvina amaba sus Liebeslieder Waltzes). También le gustaban: Bessie Smith, Tina Turner, Gardel, Piazzola, Schumann y Chopin (así que si quieren pueden ir mechando).



Confesó que se sentía “el etcétera de la familia”. Ocurre que era la menor de seis hermanas, Victoria Ocampo a la cabeza. Y así como la mayor fue todo lo que estaba bien, Silvina, que también encontró su lugar en la escritura, se ubicó en los márgenes, en el cuarto de planchado, arriba del cedro de su mansión de verano donde esperaba a los mendigos para darles leche con nata, siempre en la sombra. Pero aquí no vamos a poner a Silvina en ese lugar en el que la mayoría la pone: el de la pobre desplazada contra su voluntad, opacada por su hermana y su gran amor, Adolfo Bioy Casares, incluso también por su amigo Borges. Ocurre que ella se sentía cómoda en la sombra, “soy íntima”, decía. Se escondía de la gente tras sus icónicos anteojos de marco blanco y vidrio templado o se tapaba la cara paras las fotos. No le gustaban las entrevistas, las fiestas, los homenajes, no hacía relaciones para beneficiarse, más bien al contrario: era ella la que beneficiaba a los demás con su mirada, su humanidad y sus excentricidades. Construyó una obra tan genuina como ella misma, que te seduce, te atrapa y te lleva a ese lugar oscuro que tanto disfrutaba.

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