Entrevista: Luna Paiva / Voilà

T/ Agustina Fernandez F/ Gisela Filc

 Les presentamos el universo privado de la artista argentina Luna Paiva y les contamos su historia. Sobre cómo de París a Villa Crespo puede haber mucho más que miles de kilómetros, un océano, una vida: una actitud.
 Una puerta más de Villa Crespo, de las tantas que esconden maravillosos mundos privados de fachadas negadas a los curiosos, permite la entrada a la casa de Luna Paiva. Atravesada la frontera de chapa, todo remite a esta artista y a la familia que formó con su colega y marido, Leandro Erlich, y sus dos hijos, Iara de nueve años y Romeo, de seis. Ya en el garaje, paso obligado para entrar a la vivienda, daba la bienvenida un gran bulto embalado del que asomaba el brillo de una de las esculturas en las que Luna viene trabajando durante los últimos años, esas piezas bañadas fundidas en bronce que han ido mutando de la figuración a la abstracción tras un proceso natural, que más adelante ella misma explicará. La artista estaba pronta para partir a Barcelona, donde la esperaba una exposición individual, Origen Futuro, en la Galería Nogueras Blanchard y el armado de una vidriera para Hermès que dio en llamar Un Desierto en el Jardín.
Un camino de piso damero zigzaguea un pulmón verde y salvaje, que revela que su atracción por la naturaleza no es puro discurso, hasta la segunda frontera, esta vez de vidrio, que también podría considerarse una vidriera que custodia la intimidad de la artista y su obra, así como la casa que otrora fuera una fábrica. Primero devenida en hogar-taller de una sola planta gracias a las refacciones de la arquitecta Tamara Grüber, amiga de Luna, con la llegada de su segundo hijo hubo que sumar otra planta y esta vez el proyecto estuvo a cargo de Alejandro Sticotti, otro amigo de la pareja. Adentro, todo remite a Luna, a su arte y a la de su marido, a la de su padre (Rolando Paiva), a su estética –alguna vez tildada de “austera y chic”–, a su atracción por los libros –hay muchos y en varios idiomas–, y a sus hijos, que sin televisor a la vista parecen criarse en un entorno de pura creatividad.
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T/ Guchy Fernandez
F/ Gentileza de Penguin Random House


Banda de sonido recomendada para leer esta nota: Brahms (Silvina amaba sus Liebeslieder Waltzes). También le gustaban: Bessie Smith, Tina Turner, Gardel, Piazzola, Schumann y Chopin (así que si quieren pueden ir mechando).



Confesó que se sentía “el etcétera de la familia”. Ocurre que era la menor de seis hermanas, Victoria Ocampo a la cabeza. Y así como la mayor fue todo lo que estaba bien, Silvina, que también encontró su lugar en la escritura, se ubicó en los márgenes, en el cuarto de planchado, arriba del cedro de su mansión de verano donde esperaba a los mendigos para darles leche con nata, siempre en la sombra. Pero aquí no vamos a poner a Silvina en ese lugar en el que la mayoría la pone: el de la pobre desplazada contra su voluntad, opacada por su hermana y su gran amor, Adolfo Bioy Casares, incluso también por su amigo Borges. Ocurre que ella se sentía cómoda en la sombra, “soy íntima”, decía. Se escondía de la gente tras sus icónicos anteojos de marco blanco y vidrio templado o se tapaba la cara paras las fotos. No le gustaban las entrevistas, las fiestas, los homenajes, no hacía relaciones para beneficiarse, más bien al contrario: era ella la que beneficiaba a los demás con su mirada, su humanidad y sus excentricidades. Construyó una obra tan genuina como ella misma, que te seduce, te atrapa y te lleva a ese lugar oscuro que tanto disfrutaba.

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