Entrevista: Pablo Piovano / La cámara lúcida

Entrevista: Pablo Piovano / La cámara lúcida

T/ Sol Levinton F/ Pablo Piovano, El costo humano

 Este fotógrafo argentino cree que la construcción de una identidad es un trabajo arduo que tiene que ver con la relación que tengas con la luz y con el otro, "porque finalmente la foto siempre depende del otro, que puede ser un arbolito, un paisaje, un hombre o una mujer". Ese otro que él encontró fueron las víctimas de un genocidio silencioso, silenciado, brutal y ominoso por la fumigación masiva con glifosato en la Argentina. Y en ese ensayo fotográfico también se encontró a sí mismo. La cámara como instrumento, la fotografía como causa.
 Es 8 de mayo de 2018 y en la Ciudad de Buenos Aires hace seis días consecutivos que no para de llover: el ánimo en la calle, en el transporte público, en los supermercados -prácticamente en todas partes- pareciera desteñirse al compás del gris pegajoso y sombrío del clima.
"No para", dice el fotógrafo argentino Pablo Piovano, asomando su larguísima humanidad del otro lado del portón verde por el que se ingresa a su casa, mientras examina la negrura obstinada del cielo.
Son las cuatro de la tarde y dentro del peache remodelado de techos altos donde vive, en el barrio porteño de Parque Chacabuco, hay un perro añoso al que le dice "viejo", un gato negro llamado Koudelka y aroma dulce a tabaco. El mate y una computadora encendida sobre la mesa del comedor develan que estuvo sentado ahí hasta recién.
"Me cuesta acostumbrarme a la vida freelance. Todavía me pasa que son las dos de la tarde, la hora en la que entraba a trabajar al diario, y me empiezo a poner inquieto acá adentro. No es fácil aprender a hacer nada, ¿eh?".
En su biografía "el diario" es Página/12, donde comenzó a trabajar como reportero gráfico a los 18, donde se formó y de donde se fue para buscar nuevos rumbos en 2017, diecisiete años después, a los 35.

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F/ Gentileza de Penguin Random House


Banda de sonido recomendada para leer esta nota: Brahms (Silvina amaba sus Liebeslieder Waltzes). También le gustaban: Bessie Smith, Tina Turner, Gardel, Piazzola, Schumann y Chopin (así que si quieren pueden ir mechando).



Confesó que se sentía “el etcétera de la familia”. Ocurre que era la menor de seis hermanas, Victoria Ocampo a la cabeza. Y así como la mayor fue todo lo que estaba bien, Silvina, que también encontró su lugar en la escritura, se ubicó en los márgenes, en el cuarto de planchado, arriba del cedro de su mansión de verano donde esperaba a los mendigos para darles leche con nata, siempre en la sombra. Pero aquí no vamos a poner a Silvina en ese lugar en el que la mayoría la pone: el de la pobre desplazada contra su voluntad, opacada por su hermana y su gran amor, Adolfo Bioy Casares, incluso también por su amigo Borges. Ocurre que ella se sentía cómoda en la sombra, “soy íntima”, decía. Se escondía de la gente tras sus icónicos anteojos de marco blanco y vidrio templado o se tapaba la cara paras las fotos. No le gustaban las entrevistas, las fiestas, los homenajes, no hacía relaciones para beneficiarse, más bien al contrario: era ella la que beneficiaba a los demás con su mirada, su humanidad y sus excentricidades. Construyó una obra tan genuina como ella misma, que te seduce, te atrapa y te lleva a ese lugar oscuro que tanto disfrutaba.

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