Por Claudia Aboaf

Por Claudia Aboaf

Gracias: Agustín Márquez y http://www.instruccionesdeuso.es

 La única novela policial escrita conjuntamente por Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares, funciona como excusa para revisitar el Viejo Hotel Ostende. 
 
En el libro de huéspedes del Viejo Hotel Ostende hay fotos de veraneantes de riguroso blanco recostados en algún médano perfilado por el viento. Alguno de ellos podría ser Bioy o Silvina. O estar los escritores en el grupo que posa —los hombres con bañadores que cubren el torso, las mujeres con las piernas al aire, bronceadas— en el balneario Ostende. 
En la costa argentina sopla el Pampero y los vientos alisios que mueven de lugar los médanos vivos. «Me hundía el sombrero en la cabeza para que no me lo arrebatara el viento», escriben Silvina Ocampo y Bioy Casares recordando tal vez su propia llegada al hotel en la década del 40. Es al Dr. Huberman, el protagonista de la novela Los que aman, odian (publicada originalmente en 1946, cuya última reedición a cargo de Emecé en 2017 y fue llevada al cine en 2018) a quien las ráfagas libres de la costa le quieren arrancar el sombrero. 
El contraste entre este viento excesivo que puede soplar a cien kilómetros por hora durante una tormenta de arena y el aire viciado del interior del cuarto de hotel delimita, en la novela, dos mundos que obran con fuerza contraria: Anábasis -cita Huberman buscando el mar en el aire, como un griego que espera encontrar el cielo- y Catábasis, la inmersión que el Dr. H narra como cronista de la muerte en un mundo de hotel, aislados por cuatro días, tapiadas las salidas por esa arena y por ese viento. 
«El edificio, blanco y moderno, me pareció pintorescamente enclavado en la arena: como un buque en el mar o un oasis en el desierto», apunta de su primera impresión al llegar. Médico homeópata, es él quien nos relata los acontecimientos en primera persona, y desde el comienzo devela que la búsqueda de la soledad en el balneario es por un acariciado proyecto: la escritura de un guión cinematográfico.Mientras ingiere glóbulos a cada momento, el Dr. H. aprovecha los diagnósticos a simple vista para brindarnos una descripción física de los personajes. Enseguida advierte al lector acerca de las novelas policiales y las novelas fantásticas, citando a Betteredge -personaje creado por Wilkie Collins en la primera novela policial o detectivesca de Inglaterra en el siglo XIX- proponiendo volver a la «picaresca saludable y al ameno cuadro de costumbres».Sin embargo, los autores nos harán transitar ambos caminos mientras los cuestionan.
Al salir de la habitación y avanzar a tientas por la oscuridad de los corredores, el Dr. H. oirá unos gritos. Algo amorfo y veloz le roza un brazo. Es el niño Miguel, quien ha tenido una infancia triste, anémico y mal desarrollado, acogido en el hotel, esperando que el aire de mar lo fortalezca. Sin embargo, su cama se encuentra en el cuarto de baúles, en las profundidades del edificio, donde el Dr. H. encontrará, entre dos baúles, un enorme pájaro blanco ensangrentado, señal de la inminencia de cierto crimen.
Bioy y Silvina iniciarán un carrusel de sospechas, poniendo el foco en uno u otro huésped, quienes incluso develarán sus verdaderas identidades, intensificando este método de intriga policial hacia el fin de la novela. Los libros funcionarán como pistas: por ejemplo, uno de Phillpotts que la víctima estaba traduciendo, portador de sospechas y revelaciones. Incluso la falta del libro, que parece desplazarse también por el laberinto de pasillos, puede ser una pista. O el comisario que admira a Víctor Hugo y recomienda obras modernas como La Montaña Mágicade Thomas Mann. «Los crímenes complicados eran propios de la literatura; la realidad era más pobre»: el Dr. H., devenido en cronista, escribe: «He confundido la realidad con un libro». 
Finalmente, el viento que arremolina la arena y la eleva como humo de chimeneas por sobre el tope de las dunas creando pirámides provisorias se serena. Entonces la intensidad de la narración parece menguar también, pero será luego de una última sorpresa entre tazas, sustancias y confusiones que la novela recién escampe. 
Los que aman, odian es la única novela policial escrita conjuntamentepor Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares. Su matrimonio fue asimétrico y antagónico: comenzando por la edad (Silvina, 1903; Bioy, 1914) pueden elaborarse una serie de conjeturas acerca de la imaginación y la inteligencia (y trocarse, asegura Luis Chitarroni) en sus obras no tan disímiles.
Podemos diseccionar la novela buscando cada pluma, colocando fragmentos de un lado u otro, agruparlos o canjearlos, tentados por ejemplo con Miguel, el niño que en la novela diseca pájaros marítimos, y en seguida enlistarlo entre los niños crueles de Silvina: «Empuñaba un enorme albatros embalsamado. Atada al pescuezo del pájaro con una cinta verde, colgaba una fotografía del niño… el cutis ceroso, la mirada intensa y la cara de laucha... evocó imágenes de pequeños y feroces animales acorralados». El niño besará en la boca a la muerta. 
O podemos agrupar las ironías coquetas, de clase, del Dr. Huberman en la inteligencia de Bioy: «Como un evadido de la ropa (convencionalismos de la vida urbana), me enfundé en mi camisa escocesa, en mi pantalón de franela, en mi saco de brin crudo, en el plegadizo panamá, en los viejos zapatones amarillos y en el bastón con empuñadura en cabeza de perro. Agaché la cabeza, con no disimulada satisfacción examiné en el espejo mi abultada frente de pensador, y otra vez convine con tanto observador imparcial: la similitud entre mis facciones y las de Goethe es auténtica». También: «Mientras saboreaba un scone juiciosamente dorado consideré que los hechos cardinales -los nacimientos, las despedidas, las conspiraciones, los diplomas, las bodas, las muertes- nos convocan alrededor del lino planchado y de la vajilla inmemorial…» 
Pero si como un trepanador de cerebros queremos extirpar y poner bajo el microscopio la creación de uno y otro, tendríamos que ignorar el vínculo y creer en esa religión ególatra en la que lo propio es de uno. Disfrutemos entonces de la tercera cosa: el libro. 
El libro es el cuerpo del vínculo de estos dos escritores. Como en Los Autonautas de la cosmopista,el matrimonio de Julio Cortázar y Carol Dunlop, también Los que aman, odian es una producción matrimonial viajera: unos hacia el sur por la autopista marítima de París a Marsella y los otros recorriendo el Atlántico sur, pasando por Ostende camino a Mar de Plata. 
El hotel que es escenario de la historia aún sigue en pie, y no es esa novela su única distinción: de hecho, en el edificio se conserva intacta la habitación 51 en donde Saint-Exupéry escribió Vuelo Nocturno.No sólo lo clásico pervive, también lo hace lo infrecuente. También conocido como «El Hotel Bosque de Mar» en la novela,su construcción comenzó en 1913, y las dos plantas mantienen su perfil histórico, de un estilo inclasificable, con falsas asimetrías que sugieren un pentágono incompleto y escaleras que no se sabe adónde conducen. Incluso para el huésped que aún no atrapa las vacaciones, aunque su cuerpo ya deambule por el hotel, la arquitectura obliga a una observación más atenta, a nuevas perspectivas, como en un cuadro del artista holandés Escher. No es raro cruzarse con un recién llegado desorientado que de ahora en adelante llevará un libro bajo el brazo como una consigna. Desde 1960, el hotel estuvo en manos de Abraham Salpeter. En el presente, está a cargo de su hija, Roxana Salpeter. Ambos entendieron el destino del balneario, del hotel: un Hotel Literario. Actualmente, a las exhibiciones nocturnas de películas en la playa se sumaron los cursos de literatura.

Tráiler de la película: ver

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T/ Guchy Fernandez
F/ Gentileza de Penguin Random House


Banda de sonido recomendada para leer esta nota: Brahms (Silvina amaba sus Liebeslieder Waltzes). También le gustaban: Bessie Smith, Tina Turner, Gardel, Piazzola, Schumann y Chopin (así que si quieren pueden ir mechando).



Confesó que se sentía “el etcétera de la familia”. Ocurre que era la menor de seis hermanas, Victoria Ocampo a la cabeza. Y así como la mayor fue todo lo que estaba bien, Silvina, que también encontró su lugar en la escritura, se ubicó en los márgenes, en el cuarto de planchado, arriba del cedro de su mansión de verano donde esperaba a los mendigos para darles leche con nata, siempre en la sombra. Pero aquí no vamos a poner a Silvina en ese lugar en el que la mayoría la pone: el de la pobre desplazada contra su voluntad, opacada por su hermana y su gran amor, Adolfo Bioy Casares, incluso también por su amigo Borges. Ocurre que ella se sentía cómoda en la sombra, “soy íntima”, decía. Se escondía de la gente tras sus icónicos anteojos de marco blanco y vidrio templado o se tapaba la cara paras las fotos. No le gustaban las entrevistas, las fiestas, los homenajes, no hacía relaciones para beneficiarse, más bien al contrario: era ella la que beneficiaba a los demás con su mirada, su humanidad y sus excentricidades. Construyó una obra tan genuina como ella misma, que te seduce, te atrapa y te lleva a ese lugar oscuro que tanto disfrutaba.

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